Desde 1897 Josefina Oliver siente la necesidad y el impulso de salir del blanco y negro o sepia de sus fotos y llevarlas al color, hacia otro espacio. Aunque consciente del plus que da a sus tomas, ignora el vanguardismo que implica su decisión en ese momento. Como mujer, tiene vedado el desarrollo profesional, e imposibilitada de imaginarse fotógrafa, sigue esta afición atrapante sin vislumbrar la obra monumental que va construyendo.
A partir de 1899, se dedica de lleno a la fotografía y al iluminado (coloreado). Aprende técnicas con amigos, siguiendo en sus retratos las normas de La Fotografía Moderna de Francisco Pociello.
También compra en las casas de fotografía papeles artísticos con bases provistas de emulsión fotográfica para el revelado, con marcos art nouveau, art deco o de fantasía; y en esos materiales especiales, copia sus mejores fotos, que luego ilumina.
El formato pequeño de 9x12 cm de sus placas, le exige habilidad con el pincel y mucha dedicación al iluminar con los colores a la albúmina.
Pinta en un estilo naif, a veces impresionista, en donde la fotografía casi desaparece, para dar paso a un pequeño cuadro o pintura. O también en estilo tradicional, de factura delicada, en el que resalta detalles mínimos, como las flores de una colcha. A este grupo pertenecen las fotos que selecciona para componer postales y collages. Hacia 1948, en sus últimos años, ilumina un grupito de fotos de un modo, diríamos hoy, más bien pop.
En 1926, su marido Pepe Salas arma un laboratorio casero, en donde hace ampliaciones de muchas de las placas de principio de siglo de Josefina. Ella retoma entonces el iluminado de estas copias con tonos más audaces, al vivir ya en una época con color, muy lejana de la de sus primeros años.
A partir de 1952 va a poner esos trabajos entre los textos de sus últimos cuatro tomos que deja editados, pero sin encuadernar, como remarca en su diario:
‘(…) cosa que no podré hacer yo por mi edad y mi salud quebrantada (…)’ Diario 19, p.120